Aquí me encuentro, tras diez días en los que
la vorágine provocada por el inicio de las clases, el habituarme a esta ciudad
y diferentes eventos no me han dejado tiempo para darle a la tecla en
condiciones.
No. En realidad la pereza inherente a mí no
ha abandonado este cuerpo ni a más de 3.000 kilómetros. Pero bueno, aquí estoy
para ofreceros una nueva entrada de la apasionante vida Erasmus (aviso a
navegantes: extensión media-alta).
De las dos otras
asignaturas no puedo hablar porque ciertos compromisos ineludibles
–mequedédormida- evitaron que fuera.
Sigo progresando con el inglés. Para mi
sorpresa, después de una prueba de nivel, me metieron en el B2, así que tan mal
no vamos. Eso sí, como el karma’s a bitch,
y mi condición de pringada no cambiará en la vida, pues me asignaron mi aula a
la facultad más lejana posible, que se encuentra como a 30-40 minutos andando
desde la residencia. “Un paseíto de nada” diréis. Sí, claro… os quiero ver yo
en octubre a las 7:30 dándoos ese pequeño paseo. Porque claro, esa naturaleza
de pringada no podía ser plena si no me ponían el horario más temprano: a las 8
de la mañana.
Además, para seguir con esta serie de
catastróficas desdichas, he conseguido renovar mi armario sin salir de casa.
Porque sí, porque a pesar de hacer caso a todas las indicaciones de mi madre y
cumplirlo al pie de la letra, ya he tenido mi primer percance doméstico con la
lavadora. Así que donde antes había un top amarillo ahora hay uno verde
pistacho y donde había unos pantalones blancos ahora hay unos azules claritos.
Que no se diga que no soy positiva en la vida.
Y ya para rematar, aderezaremos esto con el dolor de las muelas del Juicio. Hoy tengo cita con el dentista y, parafraseando a mi amigo Pedro, espero que me anestesien con vodka.
Y después de esta introducción en la que
cuento lo más aburrido y de lo que, espero, hayáis pasado de leeros, pasemos a
temas más ociosos.
El miércoles fuimos al trofeo de apertura de
la temporada baloncestística -¡por fin!-: el Supertauré (algo así como la
Supercopa, podríamos decir). Pues al Zalgirio Arena que fuimos toda la tropa…
qué pasada de pabellón y de presentación de la temporada. El campo estaba a
reventar, y reconozco que llegué a emocionarme cuando unas 15.000 voces entonaron
el himno lituano. Además, era derbi contra el Lietuvos Rytas, y la gente no
paraba de animar y hacer olas. A mí me gustó especialmente porque me senté al
lado de un lituano con el que estuve hablando bastante durante el partido… no
veas si controlaba, empezó a hablarme de la ACB y de la liga italiana y, ojo,
me apoyó en mi amor por Kalnietis. Creo que no podía ser más feliz en ese
momento. Aún así, el partido no tuvo mucha historia: ganó el Zalgiris de
paliza. Pero la experiencia es para repetir, desde luego (al menos en
Euroliga).
¿Yo? Del Zalgiris casi desde que nací |
Por cierto, cada día que pasa Kaunas es más nuestra casa. Ahora, con el buen tiempo que está haciendo es genial poder disfrutar de la ciudad y del parque a orillas del río. Como dice Antía, se pierde la noción del tiempo.
Spanish Guetto en todo su esplendor |
Pero vamos a lo realmente importante: el
viaje del fin de semana. Nos tocaba visitar el oeste de Lituania, la parte del
Báltico: la Península de Curonia y Palanga.
Península de Curonia
Después de levantarnos a las 7 am, de casi 4
horas en el bus, de coger un ferry en Klaipeda para el que tuvimos que esperar
una media hora, llegamos, por fin, a Neringa. En un pueblo a orillas del Lago
Curonia, hicimos una excursión por el conocido Monte de las Brujas en el que
había muchas estatuas talladas en madera y que, según nos contaron, guardaban
cada cual una leyenda. A mí me pareció divertido… al principio. Cuando ya
llevábamos como 20 figuritas y casi 2 horas de camino se tornó algo tedioso y
ni dios escuchaba al guía ya. Pero la valoración final fue positiva. Además, el
pueblito tenía su encanto: era totalmente llano y el lago Curonia parecía una
prolongación más del suelo, tan gris.
Una de las 50 brujas random que vimos |
Tras un aperitivo rapidísimo, volvimos al bus
para dirigirnos, ahora sí, a las famosas dunas de Parnidis. Si no os dicen que
estáis en Lituania, pensaríais que es el Sahara, pero con ese contraste que
crean los bosques de pinos alrededor. Tras subir una cuesta en la que no
parecía que avanzaras, con cierta dificultad debido al fuerte viento y a la
arena que se te clavaba por todo el cuerpo,
llegamos a la parte más alta en la que había una especie de mirador, con
una vista que me encantó: por un lado, tenías el Lago Curonia, y al girar la
cabeza, te encontrabas con el Mar Báltico. Lo hubiéramos disfrutado más si no
hubiera sido por ese aire matador. Hechas las fotos pertinentes, con los pies
pegados al suelo para no volarnos, y preparados con pañuelos, sudaderas y
cualquier tela con la que cubrirse la cara, volvimos al bus, que nos dejó en
otra parte de las dunas: más llana, con un reloj de sol y que, personalmente,
me recordó a esos famosos jardines ZEN, multiplicando por 50 su tamaño.
Peregrinación en el Sahara de Lituania |
Después de descansar un par de horas, tomamos
el bus para llegar a nuestro destino final: Palanga. Y es a partir de aquí cuando empieza el verdadero viaje. Al menos,
la parte más distendida. Y es que Lituania, a veces, parece un país sin ley.
Eran como las 7 de la tarde y tras un día
bastante agotador íbamos camino de Palanga en el bus cuando, de repente, hubo
una especie de estallido y, acto seguido, un tambaleo raro en el que pensé que
volcábamos. El conductor paró el bus bajó a ver qué pasaba y… ¡toma pinchazo!
En una de las ruedas traseras, el neumático estaba totalmente destrozado. Pues bien,
tras deliberaciones varias, decidió continuar el viaje (estábamos como a dos
horas de Palanga). No iríamos a más de 5 km/hora, el bus meciéndose para un
lado y otro que pensábamos que no íbamos a llegar. Tras llegar a Klaipeda, decidieron
que lo mejor y más conveniente era pararse en medio de la carretera a eso de las 10 de la noche y
cambiarnos al otro bus en el que no cabíamos todos, por lo que, para evitarse
problemas (debieron de intuir que aquello no era legal o algo, ejem) apagaron
las luces dentro del bus y la gente se metió como pudo en el pasillo. Y así,
tras fliparlo todos un poco, por fin, conseguimos llegar a nuestro destino.
Palanga
Es el típico pueblo costero en el que
veranean los lituanos. A la orilla del Báltico, me recordó más a esos que salen
en las películas americanas: eran casitas de dos plantas con jardín pero sin
vallas (lo siento, me encantan este tipo de detalles estúpidos). Y luego,
cuando dejas la zona residencial, llegas al típico paseo en la que sólo hay
bares, restaurantes y pubs. Pues bien, a eso de las 12 de la noche decidimos
que era una hora estupenda para cenar y, después de buscar y entrar en unos 2
restaurantes cerrados encontramos un “Kebab”. Lo pongo entre comillas porque
tenía de kebab el pan y… ya. En serio, si alguna vez viajáis a Lituania, nunca
los comáis. A no ser que tengáis un problema en vuestras papilas gustativas. En
ese caso vale.
Pero por lo demás… lo que vimos de Palanga
nos gustó. Encontramos un bar en el que un litro de cerveza eran 6 litas (1,75
€) y ahí estuvimos el Spanish y French Guetto hasta eso de las cuatro. Luego llegamos al hotel y
continuamos la party en las habitaciones, llamando a las puertas de otros
compis y sacándoles de la cama. Muchas risas. Acabamos yéndonos a dormir cuando ya
había amanecido.
Nuestra verdadera cena |
El Paseo de Palanga |
Pasamos la mañana y comimos en Palanga para
ya tomar el bus – supuestamente arreglado - a la última visita: la Colina de
las Cruces. Pero no. Como este país a veces es surrealista, a mitad de camino
volvió a escucharse una miniexplosión, el bus volvió a tambalearse que parecía
que iba a volcar y el olor a gaucho quemado inundó el interior. Surrealista. El
conductor por poco llora. Nos hizo salir del bus y se fue, quién sabe si para
siempre.
Así que ahí estábamos, un grupo de unas 80
(?) personas tiradas en medio de una cuneta random de Lituania. La excursión a
la Colina de las Cruces se atrasó a otro día. Total, que tras más de una hora
de espera en la que jugamos a las cartas, al tabú y hasta me dio tiempo a echarme
una microsiesta, volvió el autocar. Y, esta vez sí, reparado. Pusimos rumbo a
Kaunas que, tras otras cuatro tranquilas horas de viaje, fue como llegar a la
Tierra Prometida (faltó besar el suelo).
Eso sí, a pesar del cansancio, las horas de
viaje y los infortunios con la rueda, creo que a nadie de los que fuimos nos importaría repetir. Veremos qué nos
depara el próximo viaje.
Y hasta aquí, el capítulo de hoy. A este paso
hago un libro.
Pagarbiai!*
* Sí, soy más guay por ponerlo en lituano.
Que por cierto, no lo he dicho, pero se me fue la pinza y decidí apuntarme para
aprender esta lengua que parece satánica o algo así. Ya contaré mis progresos (si los hubiera).